lunes, 11 de marzo de 2013

La crónica de la rebeldía indígena de 1533 hasta el siglo XX (II)



Mientras Pizarro, Almagro y el clérigo Luque se embarcaban hacia el Perú, tras conseguir el primero que el rey de España le certificara en un documento real que sería gobernador de lo que conquistara para la Corona además de recibir la Orden de Caballero de Santiago (la llamada Capitulación de Toledo) en 1529, en el Imperio de los Incas se labraba una constante: la descentralización del poder del Inca, degenerando en división.

Al morir Huayna Cápac en Tumebamba, hoy Quito (Ecuador), en 1525, por un ataque de viruela transmitido por los europeos desde la llegada de Colón en 1492, dejó como sucesor a Ninan Coyuchi, pero la viruela también lo mató a los 37 años, en 1527. Empezó allí el sello trágico que marcaría el final de una Era.

Otro de los hijos del Inca muerto, Huáscar, apegado a la nobleza del Cusco, que cual la antigua Roma se contentó en gozar ser la capital del mundo conocido, fue designado Sapan Inca, pero Huayna Cápac le había nombrado Incap Rantin (vice gobernador), lo cual le quitó legitimidad ante su hermano, Atahualpa, quien estaba con su padre cuando murió en Tumebamba.

Se inició entonces la guerra civil por el Imperio, el cual se venía rajando en varios polos de gravitación política: Pachacámac (Lima); Cajamarca, Vilcashuamán (Ayacucho) y Pumpu (Junín), hacían vida social propia, disminuyendo la hegemonía cusqueña a pesar de los jefes responsables o “Camayocs”. Éstos monitoreaban desde 10 personas hasta 10 mil que ya representaba una provincia. Y estos “camayocs” tenían un superior, el “Camayoc” del Suyo, quien al final reportaba al Inca.


Ocaso


El Sol dejó de brillar para el Perú. Su hijo, el Inca, cedió terreno a esos centros de poder cuando ya no podían ser controlados. Atahualpa se acantonó en Tumebamba, donde nació y Huáscar en el Cusco. El Imperio se partía en dos pero ya estaba quebrándose en diez.

Era 1529 y la guerra civil proseguía cuando ese oscuro 1532, desde los mares del norte se hizo ver en el horizonte aparejos, cruces y bandidos blancos y barbudos, subidos en balsas gigantescas y con palos metálicos que vomitaban fuego.

Nunca un golpe de suerte fue tan propicio al crimen. Ciento ochenta infantes, 27 de caballería, curas dominicos, funcionarios reales, más refuerzos de otro saqueador, Sebastián de Benalcázar, recogido por Pizarro en Nicaragua, fue suficiente para iniciar la debacle de un Imperio ya vencido por él mismo.


“Indios amigos” 


En mayo de 1532, los españoles ya estaban en Piura fundando la población de San Miguel, cuando los Chinchas, Yungas, Cañaris y Yanaconas empezaron a ser engatusados por los recién llegados y al final fueron convencidos de que los delincuentes venían del Cielo para salvar el Imperio de un Inca despótico.

Pizarro y sus huestes, astutamente formaron un ejército paralelo, formando, mientras estaba decididos a enrumbar al Cusco, una verdadera fuerza militar y de informantes indios. Pasaron de ser de menos de 200 pelagatos a casi mil elementos de conquista.

Cuando el “Caballero de Santiago” se enteró a través de “felipillos” o “indios amigos” que Atahualpa descansaba tranquilamente en Cajamarca, pospuso su objetivo de ir al Cusco y en noviembre de 1532 llegaba a la periferia de Cajamarca.


Soberbia 


Sigilosamente, como arpías rastreras, Pizarro ordena tomar los puntos estratégicos de la ciudad, dominando las salidas y entradas. Ordenó entonces a unos de sus lugartenientes, el capitán Hernando de Soto y a su hermano Hernando Pizarro, a conferenciar con el Inca Atahualpa. Un escuadrón español llegó hasta los baños termales de Cónoc a unos kilómetros de la ciudad, y se encontraron con el “Hijo del Sol”.

Atahualpa les miró de arriba abajo y no profirió palabra hasta que al irse retirando dijo: “Yo iré a ver a su jefe”. Craso error del Inca, preocupado más en disfrutar su descanso que en los extraños visitantes.

Amanecía el 16 de noviembre de 1532 y el Inca sobre litera iba pausadamente de los Baños de Cónoc a Cajamarca. Los españoles, mientras tanto, estaban organizando fríamente un genocidio.


30 mil 


Atahualpa ordenó a sus 30 mil hombres que le resguardaran que fueran desarmados. Quería demostrar valentía y bravura ante lo desconocido ante sus súbditos. Un minuto de estupidez arruinó 200 años de civilización.

Entró en la plaza de Cajamarca y vio una sombra negra y blanca. Era el dominico Vicente de Valverde, y junto a él un enjuto indio que le oficiaba de traductor. Felipillo o Martinillo se llamaba, los historiadores no definen quién era, mejor así, pues no merece figuración alma tan pequeña.

El fraile le dijo al indio traductor que repitiera lo que decía mientras Atahualpa miraba extrañado al ensotanado. Era el “Requerimiento” u orden para que asuma el cristianismo como religión verdadera y el sometimiento del “Hijo del Sol” a la autoridad del rey Carlos I de España y al Papa Clemente VII.

La escena era hasta ahí risible. Llegaba una partida de aventureros a un Imperio y ordenaba sometimiento al emperador. Cabe imaginarse a Atahualpa esbozar una leve sonrisa, pero ignoraba que el mundo no era el Tahuantinsuyo solamente. Que había una China que inventó la pólvora y una Europa que inventó las armas y las masacres.


Misario y anillo 


Valverde, haciéndose el manso cordero le dio a Felipillo un misario y un anillo para que se lo diera al Inca. Atahualpa, miró los objetos, los olió y los botó, pues en el Incario objetos así carecían de significado.

Corrió Valverde donde Pizarro y le emplazó “¿No véis lo que pasa? ¿Para qué están comedimientos y requerimientos con este perro lleno de soberbia, que vienen los campos llenos de indios? Salid, que yo os absuelvo”.

Los españoles, devotos de la cruz y del oro, explotaron de ira y descargaron sus arcabuces y mosquetes. “La humanidad cristiana, armada de picas, espadas y otros instrumentos a los que comenzó a llamárseles civilización, salió a buscar y conquistar su reino. Ante la furia de los españoles que querían hacer el triste mérito de ultrajar personalmente al Inca, se alzó la voz de Francisco Pizarro: ‘El que estime en algo su vida, que se guarde de tocar al indio’” (“Atahuallpa”, Benjamín Carrión. 2008)

La plaza de Cajamarca se convirtió en un camal humano. Centenares de seres humanos eran fulminados por mosquetazos, flechados por ballestas, destazados por espadas o atropellados y aplastados por caballos. Charcos de sangre humedecieron el suelo otrora fértil y ahora envilecido con la bota española.


“Usos de la guerra” 


Un español intentó arrancarle el llauto imperial de la cabeza a Atahualpa, pero Pizarro se interpuso recibiendo una herida leve.

Horas después, Pizarro estaba ofreciéndole una cena al Inca a quien ofreció disculpas por la violencia y Atahualpa le respondió: “Usos de la guerra es vencer o ser vencido”… En la plaza, los españoles vadeaban montes de cadáveres. Recibieron la orden de ir a los Baños Termales de Cónoc y saquear el lugar, lleno de vasijas de oro y cinco mil mujeres, las cuales fueron violadas en una masiva explosión de lujuria y porquería humana llamada conquistador español. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Un chat amigo