La crónica de la rebeldía indígena de 1533 hasta el siglo XX (IV) 
Setiembre de 
1533. Un Imperio había iniciado su desaparición y otro, infame, se 
iniciaba: el imperio de la crueldad, la explotación, el genocidio y el 
miedo. 
Francisco 
Pizarro no podía contener el temblor en las piernas ante el asesinato de
 Atahualpa y la futura reacción de los “hatun runas” (el pueblo del 
Imperio), furiosos ante el regicidio. 
El criador de 
chanchos se acercó al cadáver del Inca, le arrancó la “Mascaipacha”, 
símbolo del poder imperial como una especie de corona, que en sí era una
 vincha y se la encajó al infeliz de Túpac Huallpa, tristemente conocido
 como “Toparpa”, sumiso hermano menor de Huáscar. 
El cabecilla de 
los españoles era cobarde pero no tonto, queriendo con este acto amainar
 las iras populares porque reponía lo que había quitado: un Inca. 
Su hermano, 
Hernando Pizarro, mientras tanto le cansaba hablando de una valle ideal 
para asentar la primera colonia española de importancia en Jauja. Las 
razones propias de la alimaña era estar cerca al oro y cerca al mar para
 escapar con él en caso de ponerse feas las cosas. 
En casi un mes, 
tras pasar por Huamachuco (La Libertad) y el Callejón de Huaylas 
(Áncash), tuvieron que recalar en Cajatambo, en el Norte de la hoy 
provincia de Lima. Allí se realizó la primera muestra resistencia 
indígena, pues los “hatunrunas” comandados por el curaca Calcuchímac, 
improvisaron una artillería de piedras, las cuales certeras rompían 
crismas de un lado a otro de las tropas invasoras. 
Calcuchímac 
Calcuchímac no 
atacaba frontalmente, sino por los flancos, diezmando por las costillas a
 la bestia que sudando frío, pudo llegar a Tarma (Junín), faltándole 
sólo 120 km para llegar a Jauja. Llegaron el 14 de octubre de 1533. 
Pizarro con su 
mascota Toparpa, dejó un alcalde, cabildantes y regidores además de un 
teniente gobernador. Y, por supuesto, 800 soldados se quedaron como 
guarnición. Infectado de codicia, Pizarro estaba obsesionado con el 
Cusco, el cual prometía nadar en oro, plata y más de todo lo que valiera
 millones en Europa. 
A finales de octubre, con caballos, ejército, se lanzó a la capital del Imperio.
De nuevo, hecho 
un manojo de nervios, Pizarro mandó a su capitán De Soto comandar una 
patrulla de avance para evitar sorpresas. En Vilcashuamán (Ayacucho), de
 Soto encontró una un chubasco de piedras lanzadas por miles de hondas y
 sus caballos eran tumbados a mazazos (maderos con piedras incrustadas y
 afiladas) y luego aplastaban los cráneos de los jinetes. 
Entre los 
muertos estuvo Toparpa. Los amantes de España en el Perú lo califican de
 salvajada, pero la mita, el genocidio de los naturales, prefieren 
dedicarle un párrafo benevolente y citar a Bartolomé de las Casas, cura y
 luchador solitario del derecho a vivir del indio. 
El ataque fue 
tan fiero, que De Soto como zorrino, tuvo que esconderse en una 
quebrada, de donde sólo salió hasta que llegó Almagro con refuerzos. 
Los indios fueron abatidos por superioridad numérica y Calcuchímac quemado vivo.
Cusco, “ciudad abierta” 
La nobleza 
cusqueña, aburguesada por el lujo y la comodidad, al saber de la muerte 
de Calcuchímac, seminoble como si fuera un animal, mojaron la cama y 
decidieron no oponer resistencia y considerar al Cusco “ciudad abierta”.
 
Pizarro y sus 
compinches ingresaron a la Ciudad Imperial el 15 de noviembre de 1533, 
pero encontraron palacios y tambos (almacenes) hechos cenizas. 
En ese momento, 
las sombras que propicia siempre la Historia no explica por qué el hijo 
del Huayna Cápac, Manco Inca I, se presentó en paz ante Pizarro para 
solicitarle protección. Se le dijo servil, oportunista, pero otros lo 
catalogan de astuto, pues presentarse arma en mano era muerte segura 
para el único descendiente del linaje real de los Incas.
Manco Inca 
Manco Inca 
parece, según los indicios lógicos de los hechos y no de copistas de 
crónicas españolas, que se contentan con decir que Manco Inca se aburrió
 de los españoles y se fue como si fuera una animalito arisco, se dedicó
 a estudiar la idiosincrasia y la manera de pensar del enemigo, luego 
sus estrategias, posteriormente las constantes de sus ejercicios 
militares. 
En eso estaba 
empeñado cuando los españoles comenzaron a hacer cuentas empezaron a 
cerrar caja como lo que eran: asaltantes. Se juntaron en una mesa y 
depositaron todas las riquezas hasta ese momento hurtada. 
Salivaban la 
mesa al ver que llegaban al millón de pesos de oro y un cuarto de millón
 de plata. Tras llenar sus bolsillos, el cuidador de chiqueros hizo lo 
de rutina (cosas simples nada más, al alcance de su calidad 
intelectual): fundar la ciudad, darle nombre, nombrar cabildantes, 
alcalde y teniente gobernador y, dedicado a su aburrida tarea 
burocrática, le llega de España su nombramiento como Gobernador del Perú
 y Capitán General de la Nueva Castilla (rebautizado nombre del Imperio 
del Tahuantinsuyo). 
En 1534 a los 
puertos fluviales de Sevilla empezaron a llegar los barcos con entregas a
 las Cajas Reales de la Corona, la cual desde 1503 hasta 1530 recibió 
del saqueo de América sólo 1 millón de pesos de oro. Pero después, de 
1531 a 1535 se les vino como maná sangriento 2 millones de pesos de oro y
 a 1540 ya había superado los 4 millones. Lo que recibieron en 27 años, 
lo cuadruplicaron en 9 años. 
La jura de Calca 
Manco Inca 
seguía su papel en ese montaje, hasta que consiguió su objetivo: le 
ciñeron la “mascaipacha” y era oficialmente el último Inca y en marzo de
 1536, completó esa etapa de sus objetivos y engañando a los españoles 
diciendo que iría a combatir a un curaca rebelde al rey de España, le 
dejaron salir del Cusco con una pequeña tropa de los suyos. 
Se fue al norte 
50 km, llegando a Calca, donde se encontró con sus generales leales e 
hizo con ellos un juramento: luchar hasta la muerte por echar a los 
españoles y restituir el Imperio. Reorganizó el ejército y el Incario de
 cenizas mutaba en Ave Fénix. 
El retumbar de 
miles de soldados imperiales para recuperar lo suyo, removió el suelo de
 la Ciudad Imperial y los españoles se hicieron encima. Aterrados 
mandaron a correos a caballo a Lima para pedir ayuda a Pizarro que 
estaba en la futura capital del país, a la que acababa de fundar en 
1535. 
El Ejército Inca
 se acantonó en la Fortaleza de Sacsayhuamán, a sólo 2 km al norte del 
Cusco, para luego sitiar la Capital capturada por 200 bandidos europeos.
 
La flama 
encendida por Manco Inca prendió las llanuras, sierras y quebradas de 
casi todo el Tahuantinsuyo. La dignidad volvía tras ser atropellada por 
una piara de cerdos. 

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