Mientras
Pizarro, Almagro y el clérigo Luque se embarcaban hacia el Perú, tras
conseguir el primero que el rey de España le certificara en un documento
real que sería gobernador de lo que conquistara para la Corona además
de recibir la Orden de Caballero de Santiago (la llamada Capitulación de
Toledo) en 1529, en el Imperio de los Incas se labraba una constante:
la descentralización del poder del Inca, degenerando en división.
Al morir Huayna
Cápac en Tumebamba, hoy Quito (Ecuador), en 1525, por un ataque de
viruela transmitido por los europeos desde la llegada de Colón en 1492,
dejó como sucesor a Ninan Coyuchi, pero la viruela también lo mató a los
37 años, en 1527. Empezó allí el sello trágico que marcaría el final de
una Era.
Otro de los
hijos del Inca muerto, Huáscar, apegado a la nobleza del Cusco, que cual
la antigua Roma se contentó en gozar ser la capital del mundo conocido,
fue designado Sapan Inca, pero Huayna Cápac le había nombrado Incap
Rantin (vice gobernador), lo cual le quitó legitimidad ante su hermano,
Atahualpa, quien estaba con su padre cuando murió en Tumebamba.
Se inició
entonces la guerra civil por el Imperio, el cual se venía rajando en
varios polos de gravitación política: Pachacámac (Lima); Cajamarca,
Vilcashuamán (Ayacucho) y Pumpu (Junín), hacían vida social propia,
disminuyendo la hegemonía cusqueña a pesar de los jefes responsables o
“Camayocs”. Éstos monitoreaban desde 10 personas hasta 10 mil que ya
representaba una provincia. Y estos “camayocs” tenían un superior, el
“Camayoc” del Suyo, quien al final reportaba al Inca.
Ocaso
El Sol dejó de
brillar para el Perú. Su hijo, el Inca, cedió terreno a esos centros de
poder cuando ya no podían ser controlados. Atahualpa se acantonó en
Tumebamba, donde nació y Huáscar en el Cusco. El Imperio se partía en
dos pero ya estaba quebrándose en diez.
Era 1529 y la
guerra civil proseguía cuando ese oscuro 1532, desde los mares del norte
se hizo ver en el horizonte aparejos, cruces y bandidos blancos y
barbudos, subidos en balsas gigantescas y con palos metálicos que
vomitaban fuego.
Nunca un golpe
de suerte fue tan propicio al crimen. Ciento ochenta infantes, 27 de
caballería, curas dominicos, funcionarios reales, más refuerzos de otro
saqueador, Sebastián de Benalcázar, recogido por Pizarro en Nicaragua,
fue suficiente para iniciar la debacle de un Imperio ya vencido por él
mismo.
“Indios amigos”
En mayo de 1532,
los españoles ya estaban en Piura fundando la población de San Miguel,
cuando los Chinchas, Yungas, Cañaris y Yanaconas empezaron a ser
engatusados por los recién llegados y al final fueron convencidos de que
los delincuentes venían del Cielo para salvar el Imperio de un Inca
despótico.
Pizarro y sus
huestes, astutamente formaron un ejército paralelo, formando, mientras
estaba decididos a enrumbar al Cusco, una verdadera fuerza militar y de
informantes indios. Pasaron de ser de menos de 200 pelagatos a casi mil
elementos de conquista.
Cuando el
“Caballero de Santiago” se enteró a través de “felipillos” o “indios
amigos” que Atahualpa descansaba tranquilamente en Cajamarca, pospuso su
objetivo de ir al Cusco y en noviembre de 1532 llegaba a la periferia
de Cajamarca.
Soberbia
Sigilosamente,
como arpías rastreras, Pizarro ordena tomar los puntos estratégicos de
la ciudad, dominando las salidas y entradas. Ordenó entonces a unos de
sus lugartenientes, el capitán Hernando de Soto y a su hermano Hernando
Pizarro, a conferenciar con el Inca Atahualpa. Un escuadrón español
llegó hasta los baños termales de Cónoc a unos kilómetros de la ciudad, y
se encontraron con el “Hijo del Sol”.
Atahualpa les
miró de arriba abajo y no profirió palabra hasta que al irse retirando
dijo: “Yo iré a ver a su jefe”. Craso error del Inca, preocupado más en
disfrutar su descanso que en los extraños visitantes.
Amanecía el 16
de noviembre de 1532 y el Inca sobre litera iba pausadamente de los
Baños de Cónoc a Cajamarca. Los españoles, mientras tanto, estaban
organizando fríamente un genocidio.
30 mil
Atahualpa ordenó
a sus 30 mil hombres que le resguardaran que fueran desarmados. Quería
demostrar valentía y bravura ante lo desconocido ante sus súbditos. Un
minuto de estupidez arruinó 200 años de civilización.
Entró en la
plaza de Cajamarca y vio una sombra negra y blanca. Era el dominico
Vicente de Valverde, y junto a él un enjuto indio que le oficiaba de
traductor. Felipillo o Martinillo se llamaba, los historiadores no
definen quién era, mejor así, pues no merece figuración alma tan
pequeña.
El fraile le
dijo al indio traductor que repitiera lo que decía mientras Atahualpa
miraba extrañado al ensotanado. Era el “Requerimiento” u orden para que
asuma el cristianismo como religión verdadera y el sometimiento del
“Hijo del Sol” a la autoridad del rey Carlos I de España y al Papa
Clemente VII.
La escena era
hasta ahí risible. Llegaba una partida de aventureros a un Imperio y
ordenaba sometimiento al emperador. Cabe imaginarse a Atahualpa esbozar
una leve sonrisa, pero ignoraba que el mundo no era el Tahuantinsuyo
solamente. Que había una China que inventó la pólvora y una Europa que
inventó las armas y las masacres.
Misario y anillo
Valverde,
haciéndose el manso cordero le dio a Felipillo un misario y un anillo
para que se lo diera al Inca. Atahualpa, miró los objetos, los olió y
los botó, pues en el Incario objetos así carecían de significado.
Corrió Valverde
donde Pizarro y le emplazó “¿No véis lo que pasa? ¿Para qué están
comedimientos y requerimientos con este perro lleno de soberbia, que
vienen los campos llenos de indios? Salid, que yo os absuelvo”.
Los españoles,
devotos de la cruz y del oro, explotaron de ira y descargaron sus
arcabuces y mosquetes. “La humanidad cristiana, armada de picas, espadas
y otros instrumentos a los que comenzó a llamárseles civilización,
salió a buscar y conquistar su reino. Ante la furia de los españoles que
querían hacer el triste mérito de ultrajar personalmente al Inca, se
alzó la voz de Francisco Pizarro: ‘El que estime en algo su vida, que se
guarde de tocar al indio’” (“Atahuallpa”, Benjamín Carrión. 2008)
La plaza de
Cajamarca se convirtió en un camal humano. Centenares de seres humanos
eran fulminados por mosquetazos, flechados por ballestas, destazados por
espadas o atropellados y aplastados por caballos. Charcos de sangre
humedecieron el suelo otrora fértil y ahora envilecido con la bota
española.
“Usos de la guerra”
Un español
intentó arrancarle el llauto imperial de la cabeza a Atahualpa, pero
Pizarro se interpuso recibiendo una herida leve.
Horas después,
Pizarro estaba ofreciéndole una cena al Inca a quien ofreció disculpas
por la violencia y Atahualpa le respondió: “Usos de la guerra es vencer o
ser vencido”… En la plaza, los españoles vadeaban montes de cadáveres.
Recibieron la orden de ir a los Baños Termales de Cónoc y saquear el
lugar, lleno de vasijas de oro y cinco mil mujeres, las cuales fueron
violadas en una masiva explosión de lujuria y porquería humana llamada
conquistador español.
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